21 feb 2008

Ella

Continuo hoy con la literatura personal con un pequeño relato que me ha ido surgiendo a lo largo de la mañana:

ELLA

Ella me mira y me sonríe. Sonríe directamente a mi corazón, y mi corazón se alegra de verla sonreír. Ella me habla con palabras llenas de ternura y amor, y acaricia mi alma sin tocar mi piel. Viste un hermoso vestido rojo y su largo pelo negro se recoge en dos coletas, sujetas por sendos lazos, a juego con su vestido. Ella me toma la mano, me sonríe de nuevo y me dice que me quiere. Yo la miro dulcemente y la beso en la frente mientras una pequeña lágrima de felicidad me resbala por la mejilla. Hacía tanto que no lloraba de felicidad que había olvidado la sensación tan agradable que deja una lágrima al caer libremente. Ella me mira nuevamente, se abraza a mi cintura y me dice que quiere estar siempre abrazada a mí. Yo le digo que a mi también me gustaría, pero que algún día tendremos que separarnos, por lo menos para visitar el baño. Ella estalla en una carcajada tan contagiosa que no puedo evitar unirme a ella. Y los dos reímos como dos niños pequeños que juegan a ver quien es capaz de reír más fuerte. Ella vuelve a mirarme y me dice que vale, que si es para ir al baño permitirá que nos separemos, pero sólo para eso. Y volvemos a reír los dos.

Nos sentamos en el único banco que alcanzo a ver y ella aprovecha para sentarse en mis rodillas. Sabe perfectamente que a mí no me importa, es más, me gusta que lo haga, pues siento que está más cerca de mí si eso fuese posible. Me rodea el cuello con sus tiernos brazos y me da un beso en la mejilla. Yo le acaricio el pelo y ella me dice que tenga cuidado con sus lazos, porque le gustan mucho y no quiere que se le deshagan. De repente ella me pregunta que es la felicidad. Yo me quedo desarmado y le respondo que la felicidad está hecha de momentos como éste. Ella me dice que si es así porque no podemos hacer este momento eterno. Algo en mi interior sabe que algo le pasa. Nunca ha hecho esa clase de preguntas. Yo le digo que en la vida también hay momentos tristes, y así cuando llegan los tiempos felices los disfrutamos más. Ella vuelve a mirarme, me sonríe y me responde que vale.

De repente salta de mis rodillas y suelta mi mano. Me dice que tiene que ir un momento al baño y que enseguida vuelve. Le digo si quiere que la acompañe, pero me responde que no, que ya es mayor para ir sola. Mayor. Sólo tiene ocho años pero resulta tan madura que parece una mujer pequeñita. Acepto a regañadientes porque al fin y al cabo no puedo evitar que se haga mayor. Siempre había sido mi pequeñaja, pero algún día tendría que empezar a aceptar que se haría mayor. Mayor. Me hace sentir viejo y a la vez orgulloso. Mi niña pequeña se hace mayor.

Tarda demasiado en volver. La niebla se hace más espesa por momentos y ella no vuelve. A lo mejor se ha parado a jugar en los columpios. Siempre le han gustado y desde el momento en que alcanzó a tocar el suelo con las puntas de sus pequeños pies decidió que podía columpiarse sola, aunque de vez en cuando permite que le empuje para dejar que me sienta tan padre como el que más. Me conoce más que yo mismo y sabe que me gusta protegerla. Tarda demasiado. Me levanto y me acerco donde los columpios, pero ella no está. Tampoco está en el tobogán, ni en esa extraña especie de castillo hecho de madera, metal y cuerdas al que de vez en cuando le gusta subirse y escalar, mientras yo sufro por si cae. No están ni ella ni nadie. Los juegos infantiles están desiertos. El parque está en silencio y la niebla resulta tan espesa que casi se podría cortar. No es normal. La llamo, pero no responde. Cada vez la llamo más fuerte. Sigue sin responder. Grito. Nada. Empiezo a llorar, esta vez de desesperación. Pido a Dios que me la devuelva. Exijo a Dios que me la devuelva. Maldigo a Dios para que vuelva conmigo. Pero Dios tampoco sabe donde está. Empiezo a correr por el parque buscándola, buscando a alguien que la haya visto. No hay nadie. Estoy solo. Y ella no aparece. La he perdido.

Me paro. Entre mis jadeos y sollozos oigo que alguien ríe. Es su risa, su contagiosa risa de niña pequeña. La llamo de nuevo, con la voz temblorosa por el cansancio y la tensión. Ella sigue riendo. Insisto en mi llamada. Le digo que no me gustan esas bromas y que me había preocupado de veras. La risa cesa. Otra vez el incómodo silencio de la soledad. “Cariño”, la llamo de nuevo y le digo que no estoy enfadado, que vuelva, por favor, que necesito que vuelva. “No, papá”, escucho entre la niebla con un eco digno de una gruta hundida en la tierra. Hundida como yo sin ella. “Sabes que no puedo volver”, vuelvo a oírla y empiezo a comprender. “Sabes que no soy más que un sueño; un hermoso sueño en el que crees cada vez más; un hermoso sueño que aparece al final de tu camino, tan claro y tan vivo que parece real, pero un sueño al fin y al cabo”. Dejo de llorar porque sé que tiene razón. “Pero sabes que para llegar al final del camino antes tienes que empezar a caminar por él”. Siempre ha sido una niña muy madura para su edad y piensa más que muchos adultos. Bueno, en realidad aún no “ha sido” más que en mi mente. Tantas veces la he soñado que parecía real. “Pero sabes que los sueños a veces se cumplen, así que no dejes de soñar, y algún día me abrazarás, me besarás, me acariciaras el pelo con mis dos lazos rojos que no querré que se deshagan, y serás tan feliz como en este sueño”. Y se despide diciéndome hasta pronto, no adiós ni hasta siempre. Me dice hasta pronto, como una promesa. Y yo despierto tranquilo de este sueño revelador. Y empiezo a andar mi camino.

1 comentario:

Joseba M. dijo...

«Todo gran camino, comienza con un pequeño paso.»
Jo ta ke, Bru, amunt!