17 sept 2009

Algo más de literatura personal

Una de las ventajas de hacer limpieza general de mi habitación es que a veces me encuentro cosas realmente sorprendentes. La semana pasada (ya iba siendo hora porque la última creo que fue hace más de año y medio) decidí darle un repaso a fondo a todos los cajones y recovecos de mi escritorio (el armario caerá en breve, lo juro) y me encontré varias cosas interesantes: un módem de puerto serie, un teléfono inalámbrico, varias libretas casi sin usar y un reloj de pulsera al que le falta la correa. Llevo sin usar reloj como unos cuatro años, ya que batallar dentro de ordenadores con un reloj en la muñeca es algo incómodo y puede provocar accidentes, pero este reloj me traía buenos recuerdos y, además, me viene bien para los partidos ya que trae cuenta atrás. Pero al carecer de correa lo hace algo "difícil" de llevar por lo que tenía que buscar una. Recordé entonces que hace años me compré una correa de velcro pero no recordaba donde la tenía guardada (ahora creo que debe estar por los altillos de mi armario pero eso ya lo comprobaré en su momento), así que me puse a buscarla por todos los sitios que me sonaba. Tanto fue que busqué hasta por el piso, donde no vivimos desde hace 6 años, pero cabía la posibilidad de que estuviese allí. Y buscando me encontré con una vieja libreta donde tenía la costumbre de escribir algunas historias, que casi siempre dejaba a medias, o donde anotaba ideas para escribir en el futuro. Y me encontré una historia inacabada que hoy por fin he concluido, modificando algunas cosas y dándole un final por fin.

Y aquí os la dejo a ver que os parece.

Hay cosas en el mundo que son sencillamente inexplicables. Yo, sin ir más lejos, podría pasar por un tipo de lo más normal, quizás un oficinista medio sin más pretensiones que llegar a fin de mes, o un simple funcionario que disfruta con el placer de un desayuno de dos horas. La típica persona con la que uno se puede cruzar un día cualquiera por la calle sin prestarle ninguna atención, sin reparar en niguno de sus detalles, sin importarle lo más mínimo que al girar la siguiente esquina le atropelle un camión de reparto.

Pero lo cierto es que yo llevo una doble vida. Verán, siempre lo había mantenido en secreto, pero he llegado a un momento en que ya no puedo ocultarlo más. Quizás se deba a que, después de tanto tiempo oculto, la presión de ser un infanticida haya podido conmigo, o quizás, simplemente, sea que tras la última reunión del consejo mundial de monstruos, asesinos inmortales y seres diversos de caracter poco recomendable de frecuentar, conocido entre nosotros como el consejo del miedito, por resumir, el sorteo decidió que fuese yo quien debía darse a conocer en el plazo de cinco años antes del siguiente consejo. Odio el sorteo, siempre lo he odiado y siempre lo odiaré. ¿Qué necesidad hay de mostrarnos al mundo mortal? Siempre he pensado que es mejor que los mortales sigan especulando con nuestra posible existencia en vez de que la tengan confirmada por escrito, aunque siempre hay escépticos que nunca la creerán del todo.

Pero todos alguna vez hemos de pasar por el azar del sorteo. Es ley del consejo, y como ley la respetamos. Puede que las leyes de los mortales no nos afecten, pero los de los inmortales sí. Nadie sabe realmente que te puede pasar si incumples, pero llevamos tiempo sin ver al Tío Camuñas por las reuniones. Vale que no era uno de los más ilustres miembros, pero entre nosotros, a veces, se crean vínculos de amistad, y que desaparezca de la noche a la mañana te deja con una sensación extraña en la boca del estómago. Claro que no todos nos llevamos bien. Con algunos prefiero no relacionarme, especialmente con Baldomero. Lo conocí cuando no era más que un simple taxidermista allá en Jumilla. El pobre hombre sólo se alimentaba de la sangre cruda de los animales con que trabajaba y acabó por volverse loco. Hasta que un día se bebió la sangre de cierto aristócrata rumano que gustaba de visitar todas las costas mediterráneas desde Alejandría hasta Cartagena. Como fuera que el mencionado conde tampoco andaba muy bien amueblado de la azotea, Baldomero acabó por creerse también de sangre azul como su víctima y finalmente ocupó su lugar en cierto castillo de Transilvania del que sólo salía para alimentarse cuando era necesario. Él también contó su historia en su momento, claro que obviando ciertos detalles sobre su origen y exagerando algunos sobre sus romances. Y firmó con psuedónimo. Bram Stoker creo que firmó la novela. Pobre criatura atormentada...

Y es que lo de ser un asesino inmortal conlleva muchísimos problemas. Uno fundamental es mantener una pareja. Por mucho que dijera Baldomero sus conquistas no fueron tales y la mayoría de mujeres que lleva a la cama es previo pago. Y muchos dirán que el monstruo de Frankenstein tenía novia, pero eso sólo fue un invento de Hollywood para llenar los cines. Si yo os contara. Mejor dicho os lo cuento. Digamos que a su creador le parecieron superfluas "ciertas partes" del organismo de su creación así que, el pobre Paquito, que así le llamamos entre nosotros, no tenía forma de desahogarse con las féminas con lo que acabó por volverse loco. Es algo común entre los de nuestro género eso de volverse loco. Y el hecho de que hayan pocas mujeres entre nosotros no lo mejora en absoluto. La mayoría se fueron marchando conforme iban viendo lo que tenían alrededor. Yo mismo tuve un rollito con cierta sucubo pero sus gritos en los momentos de intimidad se me hacían insoportables. Pero es imposible mantener una relación con una mortal. A ver cómo le explicas a tú mujer qué son esas manchas de sangre que llevas en la ropa, o por qué sigues siendo joven mientras ella se arruga, que ahora con la cirugía estética es fácil de explicar, pero en el siglo XVIII eras algo más complicado.

Pero la historia de mi vida se remonta mucho más atrás, allá por el siglo XV. Malvivía por las callejuelas de Toledo, pidiendo limosna y comiendo lo que podía encontrar por la calle. Cierta noche, después de varios días seguidos sin tener nada que llevarme a la boca me encontré con una estampa que, en aquella situación, hizo que mi instinto comenzase a funcionar por encima de mi razón: Una mujer agonizaba en un portal, víctima de la tuberculosis, mientras un niño, seguramente su hijo, se abrazaba a ella. Ella no sobreviviría a esa noche y el pequeño no iba a correr mejor suerte. Y si yo no comía, tampoco acabaría la semana. Nadie le echaría en falta. Pero no podía dudar. Alguien, elegántemente vestido, había tenido la misma idea que yo y se acercaba al muchacho portando un saco. No podía desperdiciar mi oportunidad: me acerqué al muchacho rápidamente y tapándole la boca me lo llevé a un oscuro callejón apartado de miradas curiosas; allí mismo le partí el cuello sin pensármelo dos veces, aunque creo que no lo pensé ni siquiera una vez. ¿Qué hubiese pasado si no lo hubiese matado? Probablemente ambos hubiesemos muerto de hambre, pero eso no deja de provocarme un dilema moral. La desesperación hizo que el animal que todos llevamos dentro actuara por mí y como un animal me abalancé a mordisco sobre la tierna carne del muchacho. Tenía la sensación de estar viéndolo todo desde fuera de mi cuerpo. Cuando por fin sacié mi hambre volví a tener consciencia de lo que había hecho. Al girarme vi que el hombre del saco había presenciado toda la escena impasible. Me acerqué a él, entre temeroso y desafiante, y sin mirarme a los ojos me dijo:

- Bravo. Pronto tendrás noticias mías...

Se acercó al cadáver del chico, lo metió en el saco y se marchó.

Una semana más tarde volví a encontrarme con aquél hombre. Me llevó a su casa y empezó a contarme la increíble historia de su vida. Él, como yo, un día se alimentó de un niño, y ese día recibió un regalo, la vida eterna. A él le gustaba llamarlo "regalo", se le iluminaban los ojos cada vez que decía esa palabra. Yo lo veía como una maldición. Escucharle era atroz, no porque llevase años alimentándose de niños, sino porque lo contaba deleitándose en los detalles. Recordaba el sabor de cada una de sus víctimas, o eso decía él. Y me contó también lo de los demás, que éramos muchos iguales. Pensé que estaba delirando y que todo lo que me había pasado no era más que una mala pesadilla y que pronto volvería a ser normal.

No podía estar más equivocado. Descubrí que nada saciaba mi hambre, excepto la carne de niños. Cuando me vi tan desesperado él me tomó bajo su cuidado y me inició en nuestro inframundo. Se reía de mí porque yo mato a mis víctimas antes de comérmelas, por eso y porque elijo a niños que no van a poder sobrevivir. Él no. Él era cruel y despiadado. No elegía sus víctimas y mucho menos esperaba a que estuvieran muertas para devorarlas. Disfrutaba oyéndolas chillar cuando empezaba a morder su carne, hasta que dejaban de chillar víctimas del shock y morían. Mataba por el puro placer de matar, pero jamás intenté detenerlo. Disfrutaba con los gritos de esos niños y viendo el pánico en sus caras y yo, en cierta medida, lo veía normal. Hasta que un día le devolví el favor de hacerme ver en que me había convertido y lo encerré en un viejo sótano abandonado donde pedía clemencia para que le dejara salir. Pero por una vez fui más cruel que él y acabó muriendo convertido en un saco de huesos.

Por cierto, creo que aún no me he presentado. Me llamo Conrado Ximénez y sufro un pequeño problema de tartamudeo. Esto me valió para que el resto de seres del consejo me pusieran unánimemente mi nombre el día que me presente ante ellos. Yo soy el Coco.

1 comentario:

La Cuentista de la Barcelona dijo...

Me gusta como escribes y este final te quedó muy divertido.